Imagen tomada de la
Romanticismo
y novela gótica
A finales del siglo XVIII, en
Inglaterra y Alemania, y luego en el resto de países occidentales, surge una
nueva estética que huye de aquellas normas impuestas por la Academia, las que
decían no sólo lo que era el arte, sino también cómo se debía de concebir,
dejando escaso margen, si es que había alguno, a la libertad de creación. Esa
nueva estética se manifiesta conflictiva y dinámica frente a la armónica y
estable del neoclasicismo, intuitiva frente a racionalista. Presenta una
naturaleza agreste de paisajes alejados de lo cotidiano frente a aquella otra
estilizada, así aparecen el mar embravecido, el cementerio misterioso, la
naturaleza tormentosa… Una estética que sitúa al yo en el centro del universo,
que prefiere la intuición a la ciencia, el idealismo al materialismo, la
subjetividad del individuo a la objetividad del colectivismo pues desconfía de
lo común, vulgar. Nos referimos al Romanticismo.
Es en este momento cuando aparece
una novela titulada El castillo de
Otranto (1765), de Horace Walpole, la historia de una maldición a raíz de
la usurpación del castillo por los Manfred. Cargada de misterios, magia,
fenómenos sobrenaturales y pasiones encendidas. Es el principio de una
literatura que ha venido llamándose gótica, porque las historias se centran en
castillos o monasterios medievales. No es esta literatura romántica propiamente
dicha, pero algunos ingredientes del romanticismo si que tiene: atmósfera de
misterio y suspense en un marco sobrenatural, fuertes emociones –incluso cierto
erotismo implícito- sus personajes están por encima de las generalidades. Todo
ello en ambientes tenebrosos: cementerios, tormentas, castillos misteriosos (en
los que hay pasadizos secretos, mecanismos endemoniados…). Y misterio, mucho
misterio. Además, claro está, de añadir un elemento muy suyo: el terror. Algo
que será dominante a lo largo de la historia de este tipo de novelas. Así
ocurrió con la mencionada de Walpole y así ocurrió con otras más: El Monje (1796), de Matthew Gregory
Lewis; el Manuscrito encontrado en
Zaragoza (1805-1816), de Jam Potocki, llevada al cine por el polaco
Wojciech (1965), una película excelente, según Buñuel. La crítica considera,
con buen criterio, que la novela titulada Melmoth
el errabundo (1820), de Charles Maturin, como la obra que concluye el
género. A pesar de ello, novelas como El
mayorazgo (1817), todavía dentro de la fecha oficial, Vampirismo (1821), las dos de E.T.A. Hoffmann; Carmilla (1872), de J.S. Le Fanu, que dio origen al Drácula (1897), de Bram Stoker; Frankestein o El moderno Prometeo
(1818), de Mary Shelley, también dentro de la fecha oficia, y otras muchas más,
aunque fuera de la época, se pueden considerar, al menos en parte, como novelas
góticas.
Bueno, terminara en 1820 o en un
siglo después (La torre de los siete
jorobados, publicada en 1920, de Emilio Carrere), la novela gótica, con sus
misterios, su intriga, su suspense, su terror, su pasión… es un claro
antecedente de la novela policiaca. Sin ella no se puede entender a Poe ni a
Conan Doyle. Lo mismo que sin el Romanticismo, no se puede entender a los dos
anteriores ni, por ejemplo a La piedra
lunar (1868 por entregas y como pieza teatral en 1877) que, aunque muy
alejada de la primera aparición de Los
crímenes de la calle Morgue (1841), de Poe, o de El clavo (1853), de Pedro Antonio de Alarcón, los hay que la
consideran la primera novela policiaca, claro que en Inglaterra.
Con la aparición de los relatos
que hablan de crímenes, no podía dejar de interesar al público las historias de
malhechores de carne y hueso. Sus historias son contadas muchas veces a través
de los propios jueces o abogados y, por supuesto, en el nuevo soporte que había
aparecido en el siglo XVIII: el periódico diario. Nos referimos a las “Causas
Célebres”.
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